CRÓNICA DEL L ANIVERSARIO DE LA VIII PROMOCIÓN (1959-65)
Aunque lo sabía con anticipación por alguno de los garantes del evento, sentí algo especial al recibir la primera comunicación de la comisión organizadora, cuando se nos comunicaba el encuentro del 20 de Junio de los integrantes de la VIII promoción; aquella que comenzó primero de bachiller el curso 1.959-60, terminando el bachillerato, con la reválida de sexto, en el curso 1964-65.
Porque recordar es siempre vivir de nuevo lo ya vivido. Revivirlo por tanto si cabe, con mayor intensidad. Y más en esta edad de la vida cuando los recuerdos pretéritos afloran con fuerza inapelable desde las alacenas de la memoria, y su impresión es más nítida en nuestra mente que nunca; más evocadora, más nostálgica y agradecida. Porque echas de menos, en innumerables ocasiones, los años vividos en nuestro gran colegio que nos aportaron, a todos, un sello especial que hemos conservado toda la vida y del que hemos presumido –menos algún que otro desagradecido que siempre existe- en innumerables ocasiones. Marca imborrable que ha fijado en nuestra personalidad una seña de identidad para toda le existencia, pues en nuestro interior ha dejado una profunda huella los años felices en que convivimos en sus aulas y en su patios. Años que forjaron una amistad imperecedera que no ha languidecido con el tiempo; es más, se ha incrementado. Porque amigos son aquellos que lo conocen todo sobre ti y, sin embargo, te aprecian, se alegran al verte. Te conocen y, a pesar de ello, te quieren.
Y llega el día anhelado. Una tarde muy calurosa. La cita era a las seis en la entrada principal del Colegio. Mi mujer me advertía que éramos demasiado puntuales, que la gente tardaría en llegar. Estaba equivocada. El hall del colegio ya estaba repleto de compañeros que habían venido desde muchos puntos de España, convocados al ansiado reencuentro. Es difícil describir lo que se siente en esos momentos. Casi resulta más objetivo ver las fotografías del mismo. Analizar pausadamente, con un pellizco interior, los gestos algo desencajados, plenos de emoción y ansiedad, los abrazos de ojos llorosos y mejillas rojas de emoción, los paseos nerviosos, las voces destempladas a distancia. Mi mujer, cuya opinión resulta totalmente objetiva, me decía al día siguiente, que era una escena increíble. Estábamos nerviosos, andando sin rumbo de un lado para otro, abrazándonos compulsivamente de forma sentida, reconociéndonos de nuevo bajo alguna arruga y el implacable paso de los años, buscándonos entre el bullicio de risas nerviosas y gritos de alegría. Son momentos inolvidables, llenos de plenitud, con el tiempo detenido en torno nuestro para eternizar el instante, la evocación perfecta de la amistad compartida…Una parte importante de cada uno de nosotros volvía a hacerse presente de nuevo.
Por fin conseguimos calmarnos, poco a poco, y, a instancia de Antonio García el infatigable presidente de Ademar, disponernos en las escaleras de subida al primer piso para hacernos una primera foto de grupo. Después llegó una gira apresurada por distintas dependencias colegiales, como la antigua sala de profesores, con el balcón abierto al patio, desde donde el hermano director presidía cada mañana la prieta formación de todos los grupos, para oír sus palabras, rezar una oración y cantar alguna canción patriótica, antes de subir, ordenadamente en fila hacia el cumplimiento de nuestras rutinarias tareas escolares. Más tarde, el laboratorio de química, cuyas dependencias estaban perfectamente organizadas como durante todo el curso. Junto a él, una fabulosa colección de minerales que llamó mi atención de naturalista. El tránsito de algunos pasillos colegiales hacía reconocer cada una de las aulas: Esta era mi clase, segundo B, Dios mío, está igual que siempre…- gritaba alguno- para subir, posteriormente, a la parte alta y contemplar la vista espléndida de nuestro Jaén, sobre el prodigioso y montañoso telón de fondo de su horizonte sur. Quizá distinta a la que se divisaba desde idéntico mirador en nuestra juventud, pero no por ello, menos hermosa.
Pasamos al Salón de Actos donde se nos proyectó una galería de fotos, preparada por Antonio Carrascosa que fue comentada por él mismo, con ese gracejo especial que tiene para estos asuntos. Allí estábamos todos, porque cada uno de nosotros aparecía al menos en alguna de ellas. Se oían risas, gritos de sorpresa y comentarios jocosos de todo tipo al ir desfilando en la pantalla la secuencia gráfica de aquellos años inolvidables. Por fin, Antonio García, que no cesaba de reclamar celeridad a Antonio Carrascosa, porque se agotaba el tiempo, tomó cartas en el asunto para finalizar la proyección, porque la verdad es que íbamos bastante retrasados en el programa de actos, aunque la sesión fotográfica se nos había hecho a todos bastante corta.
Nos fueron llamando al escenario, en cuartetos y quintetos, por orden alfabético, para imponernos la insignia y darnos nuestro correspondiente diploma de manos del hermano director o de profesores entrañables como Juan Nieto, el incombustible matemático que ha formado con maestría e infinita paciencia a tantas generaciones de jóvenes jaeneros en estas recordadas aulas.
De allí marchamos, cruzando una bulliciosa Avenida de Madrid- qué lejos la estampa de aquella antigua avenida, con escaso tráfico rodado, entre el que destacaba algún camión de paso cansino, de cuya trasera nos enganchábamos para subir de esta manera hasta la Puerta Barrera- Al pie del monumento a san Marcelino Champagnat, el fundador marista, nos reunimos todos para tener un recuerdo a su figura y una oración sentida y personal. Volvimos al colegio para entrar en la capilla pues se iba a celebrar la Santa Misa. Fue un momento especial. Sentados en nuestros bancos, mientras se preparaba la celebración, ¡Dios mío cuántos recuerdos se abatieron sobre nosotros! Tantas misas mañaneras en días especiales, o Via Crucis penitenciales en la época cuaresmal. Cuantos tardes de Mayo, antes de entrar a clase, cantando: venid y vamos todos con flores a porfía, con flores a María que madre nuestra es… Cuánta vida renovada y un incendio de luz primaveral se filtraba por las vidrieras que relataban la esforzada vida del santo…
Por otra parte, la capilla estaba igual que entonces. Con la Buena Madre presidiendo el frontal, y el imponente crucificado de la nave del Evangelio, ante cuyas plantas rezábamos por turno en los Ejercicios Espirituales que hacíamos en Cuaresma. La Eucaristía fue presidida por un joven sacerdote entrañable de la Iruela, Carlos Galiano, Vicerrector del Seminario al que había conocido en su fecunda y recordada época de párroco villariego. Ofició de manera cálida, íntima y muy compartida. Sus palabras a los antiguos colegiales calaron el alma de los asistentes, así como el recuerdo de los compañeros fallecidos que nos han precedido en su búsqueda de Eternidad, a los que cada día encomendaré en mis oraciones. Tras la celebración, afloraba alguna que otra lágrima en los ojos cuando entonábamos a pleno pulmón, como en tantas y tantas ocasiones de épocas pretéritas, el himno marista, expresando de esta forma nuestro profundo sentimiento de sabernos parte de un mismo y antiguo proyecto educativo y humano.
Finalizado el oficio religioso fuimos al lugar donde, en nuestros tiempos se encontraba la piscina del colegio, en la que nos bañamos chillando alborozados tantas veces en aquellos años recordados Las mesas ya estaban dispuestas y nos fuimos colocando conforme íbamos entrando al recinto. Ya en la cena, junto a nuestros compañeros de mesa los recuerdos se desbordaban hablando de todo, atropelladamente, porque parecía que nos faltaba tiempo para decirnos tantas cosas que habíamos guardado en la memoria todos estos años. Y afloraron estampas varias. Recuerdos de aquél añorado faites – El Fetes- el hermano Francisco Ibáñez y su genial histrionismo, pleno de sabiduría y enseñanza. El hermano José Oriol, nuestro recordado, Pepito el Pirata, y su manera sencilla pero férrea de imponer disciplina con tan solo su única presencia y apenas un gesto adusto de su mano. El hermano Basilio, gran prócer de aquél colegio, siempre cercano al alumno aunque, al mismo tiempo, exigiendo disciplina, como conviene a un buen pedagogo. Por cierto, se leyó una emotiva carta que nos dirigía a los miembros de esta promoción en la que demostraba todo el cariño que había sentido por este grupo de alumnos en los años que dirigió su formación. O el hermano Germán, quien parecía un expresivo mimo en el siempre esperado y temido reparto de notas quincenales, con su mirada de ojos redondos que le iban a salir de las órbitas antes de mandarte de plantón a la esquina, o bien, ofrecerte un caramelo extraído, como un prestidigitador, de su caja redonda de tortas de almendra. O el temido hermano Ignacio Polón, el delegado del equipo de baloncesto marista, pero, al mismo tiempo, el singular profesor de física de gesto fiero que tantas veces nos mandó copiar mil veces frases diversas por intentar hablar en clase o discutirle cualquiera de su órdenes inapelables, o incluso regalarnos, con sumo arte marcial, alguna sabrosa Torta de Alcázar, al no compartir plenamente nuestra conducta…recuerdos que nos hacían vivir de nuevo con más intensidad si cabe.
Tras los postres tomó la palabra Antonio García el eficaz y entregado presidente de Ademar quien les fue ofreciendo el micrófono a varios de los asistentes. Puedo recordar las intervenciones, entre otras, de Lorenzo Morillas, Ramón Orozco, Jose Mari García Gutiérrez Jerónimo Lillo, Tomás López Ruiz, Eduardo Guerrero, Tomás Montero, Pepe García Morales, Agustín Quiles, Lorenzo Pérez Ramírez, Manuel Martínez Armenteros y la mía propia. Todas fueron emotivas porque tocaban las fibras íntimas de nuestro ser. Con distintas palabras, venían a decir lo mismo, una gran verdad: que la amistad colegial se eterniza. Que no existen mejores amigos que aquellos que se hacen en esa época de la vida, quizá la más feliz y despreocupada de la existencia. Que son amistades para siempre, que no podrán morir jamás, porque los Maristas, no eran tan solo un colegio, un soberbio recinto pedagógico cuyas aulas e instalaciones compartimos tantos años, sino, además y por encima de todo, una casa común, un hogar para todos. Los colegiales de la VIII promoción no éramos tan solo compañeros, sino además y más que todo, hermanos que habíamos bebido nuestras primeras letras vitales en la misma fecunda fuente. Pues parecía, al vernos, que retomábamos conversaciones interrumpidas hace cincuenta años, como si no hubiera pasado el tiempo, como si cada uno de nosotros no hubiera tenido que hacer frente a cada una de las fieras tempestades que desafió, nuestro barco existencial, en su larga singladura vital de medio siglo. Como si todavía fuéramos aquellos jóvenes rebosantes de ilusión y de esperanza en el futuro. Como si cincuenta años no hubieran contado en el calendario, y nos pareciera habernos visto la última vez, ayer mismo. Por eso algunas voces se quebraron durante su sentida intervención y a más de uno se nos escapó una furtiva lágrima al oír sus palabras, porque cada uno de los asistentes podría haber dicho las mismas cosas.
Fue un día especial. Una noche intensa. Tras los brindis colectivos apurando los últimos momentos, los que tenían más prisa, u obligaciones inapelables al día siguiente, se fueron despidiendo, aunque otros aguantaron hasta altas horas de la madrugada porque había muchas cosas que decirse todavía. Es lo malo de estos encuentros. Siempre te queda la sensación de que no has hablado lo suficiente con cada uno de los asistentes, lo que días después te crea una cierta ansiedad.
Confieso que al día siguiente me encontré algo deprimido, porque pensaba que ya sería difícil volver a reunirnos todos en otra celebración similar, aunque me consuela la gran idea que tuvo Antonio Carrascosa de seguir citándonos cada año para una comida más informal, aunque no puedan estar en ella todos en cada ocasión. Serviría al menos para que esta carga de recuerdos que nos agobia con su peso, pueda ser compartida en cada uno de los encuentros que en un futuro se convoquen. Prometo que asistiré puntualmente a todos ellos, salvo que Dios disponga otra cosa…
Solo me queda agradecer profundamente, en nombre de toda la promoción, los esfuerzos de la comisión organizadora y de Ademar, con su presidente al frente, para que este inolvidable encuentro haya sido tan entrañable. Han trabajado a la perfección, con mucha eficacia y una perfecta organización. Gracias por tanto a Pepe Calabrús, a Antonio Carrascosa, a Antonio Serrano y a Jesús Trigo, verdaderos artífices del evento. Y, por supuesto a Ademar y a Antonio García su presidente por todo el trabajo realizado a lo largo de los años, para conseguir la vertebración de la gran familia de antiguos alumnos maristas jaeneros. Para que, de esta forma, nadie pueda olvidar donde están nuestras raíces; las verdaderas claves de nuestra formación humana, religiosa y pedagógica. Para presumir del orgullo que sentimos todos de haber estudiado en centro de tanto prestigio junto a compañeros del alma que lo fueron todo en nuestras vidas jóvenes y ahora se hacen presentes de nuevo, eternizando en una tarde inolvidable nuestra amistad compartida. Ya lo decía Gabriel Marcel, el pensador católico francés: Querer a alguien es decirle tú no morirás jamás. Para nosotros esos momentos compartidos que tanto han supuesto en nuestra vida nos eternizan, porque aprendimos juntos el exigente aprendizaje, del cariño y la amistad labrados día a día, con encuentros y desencuentros, que forjaron nuestra personalidad y nos unieron para siempre, eternamente. Por eso nuestra amistad jamás podrá morir. Es parte de nosotros mismos. Vivimos el colegio, en su día, con entusiasmo, y ahora siempre lo recordamos con alegría y amor. Y más en momentos como los vividos en esta tarde de Junio. Que Dios os bendiga a todos.
Ramón Guixá Tobar
Alumno de la VIII promoción.